Clasifica morfológicamente las palabras subrayadas (análisis completo de las formas verbales):
La canica gira entre mis dedos en el fondo del bolsillo. Es mi
preferida, nunca me separo de ella. Y lo bueno es que es la más fea de
todas, no se parece en nada a las de ágata, o a las grandes canicas
metálicas que suelo mirar en el escaparate de la tienda del tío Rubén,
en la esquina de la calle Ramey; es una canica de barro, con el barniz
medio saltado. Por eso tiene asperezas en la superficie, y dibujos,
parece el planisferio de la clase en pequeño.
Me gusta mucho, es bonito tener la Tierra en el bolsillo, las montañas, los mares, todo bien guardado.
Soy un gigante, y llevo encima todos los planetas.
—Bueno, ¿tiras o qué?
Maurice está esperando, sentado en la acera frente a la charcutería.
Siempre lleva los calcetines flojos, papá le llama el acordeonista.
Entre las piernas tiene las cuatro canicas en un montoncito: tres formando un triángulo y la otra encima.
La abuela Epstein nos está mirando desde el umbral de la puerta. Es
una anciana búlgara amojamada, y encogida más de la cuenta. Por extraño
que parezca, ha conservado el color cobrizo que da al rostro el viento
de las grandes estepas, y ahí, en el hueco de la puerta, sentada en su
silla de anea, es un pedazo viviente de aquel mundo balcánico que el
cielo gris de la puerta de Clignancourt no logra empañar.
Está ahí todos los días, y sonríe a los niños que vuelven del
colegio. Cuentan que huyó a pie a través de Europa,
hasta que vino a parar a este rincón del distrito XVIII, en el que se
encontró con otros fugitivos del Este: rusos, rumanos, checos,
compañeros de Trotsky, intelectuales, artesanos. Lleva aquí ya más de
veinte años, y los recuerdos sí han debido empañarse, aunque el color de
la frente y las mejillas no haya cambiado.
Se ríe al verme vacilante. Estruja con las manos la sarga gastada de
su delantal, tan negra como el mío; era el tiempo en que todos los
colegiales iban vestidos de negro. Una infancia de luto rigurosa, en
1941, resultaba premonitorio.
—Pero ¿qué diablos estás haciendo?
¡Claro que no me decido! Me hace mucha gracia, Maurice, he tirado
siete veces y lo he perdido todo. A él, con lo mío y lo que ha ganado en
el recreo le han quedado los bolsillos que casi revientan. Apenas puede
andar, le salen canicas por todas partes, y a mí sólo me queda la
última, mi adorada.
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