La Guerra Civil y la dictadura afectaron muy negativamente a la cultura y a la literatura. Muchos novelistas tuvieron que exiliarse. Los temas que predominan en la narrativa del exilio son la evocación de la España de preguerra, el dolor por la patria perdida y la novelización de episodios de la Guerra Civil. En cuanto al estilo, lo característico es la variedad: unos narradores prefieren utilizar una técnica realista y otros realizan experimentos vanguardistas. Como obras importantes de la narrativa del exilio podemos destacar el Réquiem por un campesino español, de Ramón J. Sender, y El laberinto mágico, ciclo de varias novelas sobre la Guerra Civil compuesto por Max Aub. Otros narradores importantes son Francisco Ayala y Rosa Chacel.
Las novelas de los años 40 se pueden clasificar en dos grandes grupos: novelas conformistas y novelas existenciales. Dentro de las novelas conformistas, unas son de ideología falangista (como La fiel infantería, de Rafael García Serrano), otras son costumbristas (como Mariona Rebull, de Ignacio Agustí), y otras son novelas de humor (destaca Wenceslao Fernández Flórez con El bosque animado, que supera el realismo tradicional con una visión desencantada y escéptica). En cuanto a la novela existencial, la más importante en este periodo, tiene como características principales la expresión de la angustia existencial (que se manifiesta en el desajuste entre los sueños de los personajes y la cruda realidad) y el predominio de la narración en primera persona. Como novelas más importantes podemos citar La familia de Pascual Duarte (1942), de Camilo José Cela, ejemplo del llamado “tremendismo” (que presenta los aspectos más míseros y crudos de la realidad); Nada (1945), de Carmen Laforet, y La sombra del ciprés es alargada (1948), de Miguel Delibes. Estas dos últimas obras son ejemplo del existencialismo pesimista.
La década de los 50 es la década de la literatura social. La novela evoluciona hacia el realismo debido, en parte, a circunstancias externas, como la influencia de la literatura extranjera. Entre las tendencias extranjeras que más influyen podemos citar la “generación perdida” americana (Hemingway, Steinbeck, Faulkner, Dos Passos), el neorrealismo italiano de Alberto Moravia o Cesare Pavese o el “Nouveau roman” francés de R. Grillet. Pero también las circunstancias internas conducen hacia el realismo, pues la dictadura franquista propicia una literatura de resistencia y denuncia.
Como principales características de la narrativa social de los 50 podemos citar el objetivismo y el enfoque crítico. Así, las novelas pretenden reflejar la realidad de modo objetivo (en este aspecto es clave la influencia de la “generación perdida” y del neorrealismo italiano). El grado máximo de esta técnica objetiva será el conductismo, que consiste en reflejar las conductas sin valorar sentimientos o estados de ánimo. Es lo que ocurre en El Jarama (1955), de Rafael Sánchez Ferlosio. El narrador de esta novela (y de otras del mismo tipo) es un narrador observador externo, que recoge la realidad como podría hacerlo una cámara (sin entrar por tanto en los pensamientos o sentimientos de los personajes). Por otra parte, al ser más importante lo colectivo que lo individual, los personajes están poco individualizados. Es muy importante el diálogo, que recoge de manera fiel el registro coloquial. En cuanto al enfoque crítico, muchas novelas pretenden denunciar el atraso, la marginación, la injusticia, la falta de libertad… La acción de estas novelas se sitúa en diversos ambientes: rural (como en Los bravos, de Jesús Fernández Santos, Dos días de setiembre, de Caballero Bonald, La zanja, de Alfonso Grosso, o El camino, de Miguel Delibes); urbano (como en La colmena, de Camilo José Cela, que muestra el panorama ruin y desolador del Madrid de posguerra en esta novela de personaje colectivo); urbano, centrado en la clase obrera (como en Central eléctrica, de Jesús López Pacheco); urbano, centrado en la burguesía (como en Juegos de manos, de Juan Goytisolo, o Entre visillos, de Carmen Martín Gaite, que muestran la vida monótona y gris de los personajes).
En los años 60 se puede hablar de una novela experimental. Se ha superado el realismo como técnica y la temática social como contenido. Esto ocurre, por una parte, por la influencia de la literatura de otros países, pues hay un mayor conocimiento de los grandes renovadores de la literatura europea (como Joyce, Virginia Woolf, Proust), que introducen novedades como el monólogo interior o el tratamiento del tiempo. A esto hay que añadirle la influencia del llamado “boom” de la novela hispanoamericana (García Márquez, Vargas Llosa, Ernesto Sábato…). Por otra parte, se produce un cansancio de la novela social, por la ineficacia de la literatura para cambiar el mundo, como constatan algunos autores.
Como novedades formales de esta novela experimental podemos citar la estructura flexible (combinando técnicas narrativas diversas), la ruptura del orden cronológico (flash-back, prolepsis, técnica del contrapunto), el perspectivismo (diversidad de narradores; mezcla de narración, diálogo, monólogo interior, estilo indirecto libre, todo lo cual favorece el subjetivismo y la visión fragmentada de la realidad), la mezcla de géneros y formas de expresión, el empleo de artificios lingüísticos como la mezcla de registros, las parodias de las formas de expresión, la ironía o los artificios tipográficos. En definitiva, en esta novela importará más la forma que el contenido.
La primera novela innovadora será Tiempo de silencio (1962), de Luis Martín Santos, novela en la que se alternan varios narradores, el lenguaje es complejo y renovador, se utiliza el monólogo interior… Otras novelas importantes de este periodo son Señas de identidad (1966), de Juan Goytisolo; Últimas tardes con Teresa (1966), de Juan Marsé; Cinco horas con Mario (1966), de Miguel Delibes, o San Camilo, 1936 (1969), de Camilo José Cela.
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